Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas, para el 23º domingo durante el año (4 de septiembre de 2016)
En este principio de siglo no dudamos en afirmar que somos protagonistas de profundas transformaciones de todo tipo. A veces nos quedamos perplejos ante el rapidísimo avance tecnológico, bio-genético, informático… todo esto tiene estrecha relación con ámbitos fundamentales para la existencia humana, como la ética, la economía o la misma cuestión social.
En medio de tantas novedades, los cristianos necesitamos profundizar y formarnos en la fe que creemos. Esto nos permite madurar nuestra identidad cristiana, para que en medio de las luces y sombras de nuestro tiempo, podamos ser constructores de los valores que profesamos. Servirá para nuestra reflexión la lectura de una parte del texto «Jesucristo, Señor de la historia», documento escrito por los obispos argentinos con motivo del año jubilar. En el mismo hay una referencia explícita a la necesidad de afirmar nuestra identidad en una época de cambios: «El comienzo del siglo encuentra a la humanidad en un momento muy significativo. Algunas décadas atrás la Iglesia hablaba del amanecer de una época de la historia humana caracterizada, sobre todo, por profundas transformaciones. Pero este amanecer no ha concluido. Más aún, aquellas situaciones nuevas se han vuelto más complejas todavía. Por eso podemos percibir qué es lo que termina, pero no descubrimos con la misma claridad aquello que está comenzando. Frente a esta novedad se entrecruzan la perplejidad y la fascinación, la desorientación y el deseo de futuro. En este contexto se plantea, a veces de un modo oculto y desordenado, preguntas urgentes: ¿quién soy en realidad? ¿cuál es nuestro origen y cuál nuestro destino? ¿qué sentido tiene el esfuerzo y el trabajo, el dolor y el fracaso, el mal y la muerte? Tenemos necesidad de volver sobre estos interrogantes fundamentales. En una época de profundas transformaciones, la cuestión de la identidad aparece como uno de los grandes desafíos. Y esta problemática afecta de modo decisivo al crecimiento, a la maduración y a la felicidad de todos. En este marco, queremos anunciar lo que creemos, porque el Evangelio es una luz para planteos que nos inquietan» (Nº 3).
En el centro de nuestra identidad como cristianos, está la persona de Jesucristo. Dios hecho hombre. Es la piedra angular de la creación y de la historia de Salvación. Es tarea de cada cristiano comprender la centralidad de Jesucristo en su vida y asociarse libremente a Él. Desde esta reflexión podemos entender la afirmación del texto de este domingo (Lc 14, 25-33). «Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: cualquiera que venga a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 25-26).
Si realmente como cristianos, queremos ser discípulos de Jesús, trataremos de abrir nuestro corazón a sus enseñanzas. En la Palabra de Dios, en el Magisterio y la comunión de la Iglesia, nosotros alimentamos nuestra identidad y discipulado. Cuando entendemos que este discipulado debemos vivirlo en el mundo, en la familia, trabajo, política, escuela… comprendemos que la identidad cristiana realmente es un desafío necesario, para que nuestro aporte sea fecundo en medio de tantas situaciones nuevas y complejas. El intentar vivir con identidad y coherencia de vida nos permiten entender la exigencia del discipulado que nos pone el Señor. «El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo» (Lc 14,27).
¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo!
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas