Cual rayo en el cielo (nunca sereno) de la política argentina, hemos asistido a una de las escenas de peronismo explícito más trascendentes que haya regalado el kirchnerismo. Si bien eran de esperarse sorpresas, el giro operado por Cristina Kirchner a poco del cierre de las listas dejó boquiabiertos a propios y extraños: Daniel Scioli logró la venia de la Casa Rosada y será el único candidato del Frente para la Victoria que competirá por la presidencia. Las buenas nuevas cayeron como un balde de agua fría sobre Florencio Randazzo. Como si no bastara con enterarse de la noticia por televisión, la desilusión fue mayor al notar que era Carlos Zannini –el mismo que hacía apenas una semana se encontraba gestionando su campaña– el designado para acompañar en la fórmula al gobernador bonaerense.
Tras reunirse de urgencia en Olivos con la presidenta y corroborar que le soltaban la mano, el oriundo de Chivilcoy desistió de sus aspiraciones de sentarse en el sillón de Rivadavia, aludiendo posteriormente a que “competir contra Zannini significaría competir contra Cristina”. Con la primera mandataria fuera del poder, recaería en la persona del secretario Legal y Técnico –que de maoísta sólo conserva sus ojos rasgados– la responsabilidad de desempeñar el papel de comisario político en un hipotético próximo gobierno. Atrás quedaban las especulaciones, más propias de la confabulación mediática que de la realidad, acerca de una estrategia oficialista que buscase “duhaldizar” a Scioli y “delarruizar” a Mauricio Macri. De lo que se trata es de ganar. Y, en lo posible, de hacerlo en primera vuelta.
La confirmación del tándem Scioli-Zannini generó rispideces entre los diferentes sectores que componen el kirchnerismo. No tanto por las consecuencias que pueda traer de cara a la disputa electoral –unidad, en la tradición justicialista, suele ser sinónimo de triunfo–. Más bien, debido a la incomodidad originada en su ala progresista. Al baño de humildad otorgado por Cristina Kirchner a aquellos dirigentes ambiciosos, le fue sucedido un intenso baño de peronismo para la consternada progresía. Difícilmente alguno pueda hacer alardes de su ropa seca, nadie se salvó del agua: para unos habrá significado un bautismo, una suerte de bienvenida. Para otros, una ducha congelada en pleno invierno.
Randazzo era visto por el núcleo duro kirchnerista como el único referente capaz de resguardar la identidad del “proyecto” y de llevarlo a su profundización. Tal apreciación no resulta descabellada teniendo en cuenta que coincide con la postura que el gobierno, mediante gestos elocuentes, daba a entender que sostenía. ¿O no fueron constantes los guiños enviados al ministro del Interior y Transporte en apoyo a su gestión en los ferrocarriles?
La idea de unas PASO que resultasen competitivas se convertía, día a día, en una quimera. Faltando apenas dos meses, mientras que Daniel Scioli medía alrededor del 30%, los sondeos más optimistas le otorgaban a Randazzo un 15%. Ante esta realidad ineluctable, y frente a un escenario electoral tendiente a la polarización con el macrismo, lo que primó fue el pragmatismo. Quedó en evidencia un juego de necesidades recíprocas entre el kirchnerismo y el actual gobernador de Buenos Aires: por un lado, una fuerza política que combina la solidez de su liderazgo con la ausencia de un cuadro del riñón capaz de garantizar, por vía electoral, la continuidad sin sobresaltos; por el otro, una figura con capital político propio, primero en intención de voto a nivel nacional pero asentado sobre una estructura que no le es del todo propia. Lo que le falta al kirchnerismo lo posee Scioli, y lo que le falta a Scioli lo posee el kirchnerismo.
Si ser peronista, en la práctica, es ser leal a la conducción, nadie podría atreverse a poner en cuestionamiento la coherencia del ex motonauta para con el espacio que lo alberga: si algo lo caracterizó a lo largo de estos años, fue su continuo esfuerzo por no sacar los pies del plato.
¿Qué es, entonces, lo que lo hace imposible de tragar para los progresistas? La existencia de un conjunto de incertidumbres fundadas, entre otras cosas, en la buena relación mantenida por Scioli con el establishment económico. Estos sectores, tanto locales como extranjeros, lo ubican como el eventual artífice de una transición ordenada, modelo de liderazgo alternativo al ejercido por Cristina Kirchner –beneficioso para los negocios pero retóricamente hostil. Es en su “previsibilidad”, en su ética protestante que hace del ascetismo un valor supremo, donde se depositan las esperanzas de una clase dominante que añora viejos estilos dialoguistas, y que frota sus manos al escuchar la palabra “desarrollo” en boca del candidato kirchnerista. En el clivaje cambio-continuidad, Scioli expresa ambos extremos de manera simultánea. En palabras de Diego Genoud: “Es difícil pensar que en 2015 el país gire ciento ochenta grados (…) los sectores que pretenden un cambio radical, algo que no tenga nada de aroma a kirchnerismo, no son la mayoría. Por eso, Scioli puede ser. Porque es una figura central de la maquinaria kirchnerista, pero no es un gobernador K: es Scioli, a secas. Porque en el kichnerismo muchos lo desprecian, pero lo necesitan”.
Puertas adentro del Partido Justicialista, su imagen impermeable y conciliadora lo terminó por posicionar como un actor de peso de cara al futuro inmediato. Como alguien a quien los peronistas ven con buenos ojos en aras de perpetuar sus respectivos entramados territoriales. El PJ como aparato partidario de poder es lo que, en última instancia, termina por subsistir. La Cámpora no lo ignora; las listas de candidatos a legisladores, repletas de sus nombres, pueden corroborarlo. ¿Fortaleza del kirchnerismo o preparación del terreno en vistas de una nueva recomposición, bajo otro signo, del siempre proteico peronismo?
Para el progresismo kirchnerista, el presente no ahorra cierto tinte trágico. En sus conciencias intentan dilucidar qué fue lo ocurrido, qué los llevó de pregonar el “nunca menos” a acabar, en la actualidad, ante las puertas de un “mal menor” imposible de soslayar. Paradojas de la historia: luego de una década hegemonizada por el discurso centroizquierdista, “batalla cultural” mediante, las opciones de poder reales representan todas –salvo contadas excepciones– un desplazamiento del espectro político hacia la derecha. El gobierno, por su parte, arrió la bandera de la no represión a la protesta social, al tiempo que hizo suya la demagogia punitiva. No es casualidad que sea Scioli uno de los rostros que simbolice tales políticas.
Pedro Lacour, 23 años. Estudiante de la carrera de Sociología de la UBA.
pedro_lacour@hotmail.com