No hay gobierno que no quiera reformar la Constitución. Al menos en Argentina. Todos quieren inventar la rueda. Todos creen que ellos sí descubrieron, por fin, lo que necesita el país para «salir adelante». Y todos quieren, desde luego, quedarse despiertos un ratito más. No digo eternizarse, eh. Pero un ratito más. Por la Patria, no por ellos. Por los pobres. Por el mercado. Por la mismísima democracia. Por lo que sea, pero un ratito más1.
No es de extrañar, pues, que Milei también ande buscando su reforma. No lo juzgo en absoluto como una seña particular de su por otra parte evidente ambición autoritaria. Es lo que han querido todos. Que él también lo desee no lo hace más autocracia lover que otros. Lo hace argentino. Y, por cierto, tampoco se esforzó mucho por ocultarlo. Sus adláteres lo deslizaron en más de una ocasión. A mí uno me lo dijo directamente: vamos a reformar la Constitución.
Lo único que sorprende, en todo caso, es el ritmo de los acontecimientos. Ganaron las midterms hace apenas un par de semanas y ya lo mandaron a Fantino a probar el terreno. ¿No es un poco rápido? Tal vez para otros. No para Milei. Si el kirchnerismo nos enseñó a no esperar nunca menos, siempre más (ambición de poder), el triángulo de hierro y, en especial, el Bannon wannabe Santi Caputo nos impuso una vertiginosidad sólo vista en otros terruños de experimentación de los ingenieros del caos2.
La Constitución libertaria
¿Qué se propone, entonces, la reforma que impulsaría el gobierno de Milei? Lo primero que mencionó Fantino (como cosa de él, según dijo) fue la dola-dolarización. Ese es el catch. Hay que reformar la Constitución porque hay que dolarizar. Y ya sabemos que eso a mucha gente le gusta mucho. Así, sin más. Porque sí. Porque creen que si se reemplaza el peso con dólares como moneda de curso legal, van a vivir mejor. Pensamiento mágico.
Pero, más allá de si es una buena o mala idea, es falso que para implementarla hace falta una reforma constitucional. No quiero entrar en detalles porque amerita un newsletter en sí mismo, pero dejo al menos mencionados dos puntos. Primero, desde el punto de vista jurídico, aunque el juez de la Corte Horacio Rosatti haya afirmado con total seguridad que el texto vigente impide dolarizar, hay una discusión para dar.
A mí no me parece en absoluto evidente que de las atribuciones que tiene el Congreso para «establecer y reglamentar un banco federal con facultad de emitir moneda» (art. 75, inc. 6), «hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras» (art. 75, inc. 11) y «proveer lo conducente a la defensa del valor de la moneda» (art. 75, inc. 19) se siga necesariamente la inconstitucionalidad de una ley que le diera curso legal a billetes y monedas impresos y acuñados por el Tesoro de los Estados Unidos de Norteamérica, ni siquiera si el reemplazo fuese total y se eliminara el peso por completo. Puede no gustarme, pero no por eso sería inconstitucional. Segundo, hay muchos modos de dolarizar sin eliminar el peso. Pregúntenle a El Salvador o Panamá.
De modo que la venta conjunta de los términos «dolarización» y «reforma constitucional» parece mucho menos vinculada a las necesidades de la política monetaria que a lo que Milei sí quiere con todo su corazón y que no podría tener sin retocar el art. 90 de la Constitución: la duración de su mandato. ¿Qué quiere, entonces? Un mandato de 6 años que le permita, si gana en 2027, quedarse un total de 10 o incluso, cláusula transitoria mediante, empezar a contar de cero y quedarse 16 (el actual de 4 y dos más de 6). O, si mete dos o tres re-re, convertirse en una suerte de emperador como Bukele. Todo esto, claro está, siempre que el electorado lo acompañe. Porque ante todo la democracia (¿?). Menemismo reloaded.
¿Qué más? Bueno, por un lado, varias cositas para agrandar las funciones del Presidente y reducir los poderes del Legislativo, incluyendo eliminar las legislativas de medio término (imagino que haciendo coincidir los mandatos de todos), reducir la cantidad de Diputadas/os y, atención, suprimir la figura de la vicepresidenta y que el reemplazo del Presi sea el Jefe de Gabinete de Ministros. No sea cosa que le toque otra Villarruel que le quiera meter una zancadilla a la primera de cambio. Smells like Bullrich spirit.
Por último, se habla de reformas sustanciales en materia de derechos, empezando por el art. 14 bis que garantiza los derechos laborales. Los rumores son que eliminarían, por ejemplo, el salario mínimo, vital y móvil. La huelga no sé. Veremos. También se habla de la desaparición de los tratados internacionales de derechos humanos incorporados en la reforma del 94 con jerarquía constitucional y de ataques directos a los derechos ambientales, de usuarios y consumidores.
Lo de las convenciones internacionales no implicaría su supresión, claro, pues para ello haría falta denunciar los tratados3. Pero lo cierto es que si Milei obtuviera la mayoría calificada que necesita para reformar la Constitución, también la tendría para que el Congreso le aprobara la denuncia de los tratados internacionales de derechos humanos, pues es la misma: dos tercios del total de los miembros de cada Cámara.
Ah, perdón, una más: dicen que eliminarían del art. 2 lo de que la Argentina «sostiene el culto católico». Bien por ellos. No me importa si es por los evangélicos o los amigos judíos de Milei. Me parecería bárbaro. Si bien el sostenimiento sólo implica un aporte económico y no la existencia de un Estado confesional, es inadmisible. De hecho, se debería haber eliminado en la reforma del 94. Alfonso quería. Todos querían. El problema era que si la ley de necesidad de la reforma habilitaba tocar el art. 2, abría la posibilidad de que el menemismo metiera mano en la parte dogmática de la Constitución y el alfonsinismo tenía miedo de que hicieran mierda los derechos. Henos aquí de nuevo en ese lugar.
Do the math
Todo muy lindo (bueno, en rigor feo), pero ¿le dan las cuentas? ¿Tiene Milei los votos que necesita para reformar la Constitución? ¿Podría conseguirlos? ¿Qué debería negociar?
Bueno, desde ya que no. No le dan las cuentas. El art. 30 de la Constitución le exige una ley especial que declare la necesidad de la reforma y que debe ser sancionada con el voto de dos tercios de la totalidad de los miembros de cada Cámara. ¿Cuánto es eso? Son 172 votos en Diputados y 49 en el Senado. Ni cerca. Con el recambio que operará a partir del próximo 10 de diciembre y algunos aliados más, LLA estará cerca de los 100 propios en Diputados y alrededor de 20 en el Senado. Sin peronismo no hay reforma constitucional.
¿Entonces? Entonces van a tener que negociar. ¿Y qué cosa podría andar necesitando el peronismo y, en particular, la persona que de momento sigue conduciendo los destinos del partido y sin ninguna duda los del Senado? Pues el indulto, claro. El que no le dio Alberto Fernández porque todavía no tenía condena firme y porque tampoco se habría animado. Milei yo creo que sí. Milei claro. Si sirve, por supuesto. No sé él, porque su comportamiento errático lo hace por momentos ilegible, pero sus adláteres no son dogmáticos. Son pragmáticos. De hecho, admiran a Cristina. Y, además, el caos es su especialidad. Podrían perfectamente pasar del actual estado de «indulto ni en pedo» a «hay que pacificar la Nación, o sea, digamos». La política del caos no requiere ningún tipo de coherencia, sino más bien lo contrario.
Luego, más por allá, está la discusión de si se pueden indultar o no los delitos de corrupción. Mi amigo Garga (Roberto Gargarella) dice que no. Mi otro amigo Andrés Gil Domínguez dice que tampoco. Yo siempre he dicho que sí. No me gusta, pero sí. Así como creo que los delitos de corrupción prescriben (sería bueno que no, pero de momento prescriben), también creo que sería bueno que no, pero pueden indultarse en los términos del art. 99, inc. 5 de la Constitución. La lectura que hacen mis amigos del art. 36, extendiéndole a los «delitos dolosos de enriquecimiento» consecuencias que la Constitución sólo previó para los «actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático» (la pena de traición a la patria y su condición de no indultables) es equivocada. Me encantaría que fuese así, pero no.
Lo mismo me pasa con la imprescriptibilidad. Hace casi 10 años escribí un artículo chiquito en un medio parecido a éste que se llamaba Bastión Digital (ya no existe) defendiendo la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. No dije que fueran imprescriptibles. Dije que deberían serlo. A los pocos meses, el enorme Polo Schiffrin, juez de la Cámara Federal de La Plata, citó ese artículo para votar a favor de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción en el fallo «Miralles». Yo me sentí honrada por siempre jamás, claro, pero Polo me leyó mal y, además, estaba equivocado.
Habrá que ver qué es capaz de negociar LLA con el peronismo. Y ojo con pensar que a la oposición sólo podría interesarle el indulto. Cualquier restricción de frenos y contrapesos al Ejecutivo y/o ampliación de su propio ámbito de competencias podría ser más que bienvenida. Milei no se va a quedar para siempre. En algún momento volverá a gobernar el peronismo, el kirchnerismo o algo parecido. Y ya sabemos que si algo les gusta a esos muchachos es esto de gobernar sin límites.
Escupir al cielo
Imaginemos, para terminar, que Milei junta los votos, indulto mediante o no, y lleva adelante su reforma libertaria de la Constitución Nacional. ¿Y ahora?
Hay al menos dos modos de pensar las consecuencias de semejante proyecto constitucional libertario. El más obvio gira en torno a «lajente». ¿Qué pasará con los trabajadores? ¿De qué modo impactará en derechos humanos como la libertad de expresión, el derecho a un recurso judicial efectivo o, no sé la prohibición de doble juzgamiento? ¿Qué ocurriría con los derechos colectivos, con el derecho a un ambiente sano o los límites al poder de las corporaciones sobre usuarios y consumidores?
Les juro que intenté, pero no pude evitar reírme (de mí misma) mientras escribía el párrafo anterior. Porque la verdad es que nada de todo eso que creemos que tenemos porque lo dice la Constitución o unos tratados internacionales sarasa sarasán existe realmente. Algunas cositas sí. A veces. En algunos lugares. Con suerte. En algún fallo de la Corte. En alguna política pública copada porque algún funcionario designó a una persona que sabe y no a la amante o a un primo. En algún paper que escribió algún radical bienpensante en una Ivy League creyendo que la academia altera la realidad. En alguna acción de litigio estratégico de una clínica jurídica. En alguna acción judicial ejecutada por un par de jipis con Osde desde una oenegé. Pero bueno, los derechos tienen esa particularidad de que, violados o no, siempre es mejor tenerlos que no tenerlos, ¿viste?
El segundo modo de pensar en el después de la Constitución libertaria se vincula no ya con los efectos sobre los derechos sino sobre el sistema institucional. Pero para salir de las obviedades (ampliar poderes del presidente en desmedro del legislativo es malo malo, etc.), me interesa analizarlo en sus propios términos. Es decir, ¿extender el mandato a 6 años, establecer un par de re-re, eliminar a las Villarrueles, reducir la cantidad de Diputados/as y suprimir las midterms ayudaría a profundizar el proyecto libertario o podría, en cambio, convertirse en su acta de defunción?
¿A qué me refiero? Bueno, a que ampliar aún más los poderes y el mandato presidencial y reducir los frenos y contrapesos de los otros poderes puede sonar atractivo en abstracto, pero terminar operando como un collar de melones en la práctica. El hiperpresidencialismo argentino, es decir, la extrema concentración de poderes en el Ejecutivo, genera un juego de suma cero: el que gana la presidencia gana todo; el que pierde, pierde todo. No hay nada interesante en otro lugar. La figura del Jefe de Gabinete, pensada en la reforma del 94 para morigerar esta dinámica, fracasó por su absoluta debilidad. No maneja nada más que lo que le delegan. A nadie le interesa esa posición. Preguntale al Duhalde de 2001.
Cuando los astros le sonríen, el presi es crá. Jugador de toda la cancha. Hace lo que quiere. Opera casi como un monarca. El problema comienza cuando el presi empieza a perder el favor de «lajente». Y eso, más tarde o más temprano, ocurre indefectiblemente. Ahí se complica. El mandato rígido y extenso impide salidas institucionales. El sistema no tiene ninguna flexibilidad. Imaginemos, por caso, una crisis económica grave. No hay válvula de escape. El juicio político es imposible de ejecutar. La gobernabilidad se resquebraja. La crisis económica termina en crisis política. Antes se «resolvía» con golpes de Estado. Luego con renuncias anticipadas. Y eso es malo para todos. Para el gobierno, para los partidos, para el sistema y para la sociedad, en especial los más vulnerabilizados, que son quienes más necesitan que el Estado funcione.
Hay que tener cuidado. El sistema institucional argento es un monstruo complejo. Parece una cosa, pero es otra. Uno cree que el hiperpresidencialismo implica siempre un presi fuerte. Pues no. Más bien lo contrario. No hay que confiarse, muchachos. La cultura política y la práctica constitucional que operan detrás del diseño constitucional de este país no se modifican con una reforma de las manchas negras sobre el papel que constituyen ese texto al que hemos dado en llamar «Constitución de la Nación Argentina». El librito, como decía otro al que también le habría gustado quedarse despierto un ratito más.
- Tal vez a excepción de Raúl Ricardo Alfonsín, que quería reformar la Constitución pero para quedarse un ratito menos y recortar sus poderes presidenciales porque entendía que de allí vendría la estabilidad política y él no venía a ser Rey sino a reestablecer la democracia.
- La referencia es al libro homónimo de Giuliano da Empoli.
- Para quien no conoce el horrible idiomilla jurídico, «denunciar» un tratado implica que un Estado se retira del acuerdo y deja de tener obligación de cumplirlo.
La Justa es el newsletter semanal de Natalia Volosin
sobre política, (in)justicia y actualidad. Sale los viernes.
Natalia Volosin es Doctora en Derecho por la Universidad de Yale.
Es autora de La máquina de la corrupción. Un análisis urgente para terminar con el gran mal argentino (Aguilar, Buenos Aires, 2019)


